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  A yer paseamos por el río. Observamos el agua marrón y las velas blancas de los barcos. Hoy mientras los dos comemos unos fideos con manteca, Ana recuerda con los ojos. No es fácil descifrar bien qué cosas guarda en sus pupilas, ni anticiparse a sus preguntas.   -¿Por qué siempre hay agua en los ríos?   Lo dice con el acorde claro y preciso que ejecuta cuando se trata de las cosas más importantes. Luego, decreta con un silencio perfecto e inmediato mi obligación de responder sin trucos.   -Dónde vivimos nosotros, los ríos por lo general no se quedan sin agua. Pero existen ríos que no tienen agua todo el año, por ejemplo, los ríos que bajan de una montaña. En invierno, cuando suele nevar mucho en los cerros…   -¿Qué son cerros?   -Montañitas. Te decía… el agua de los cerros se congela y recién cuando vuelve el verano, comienza a derretirse y   busca caminos hacia abajo. Primero son como un hilito que se encuentra con otros hilitos de agua que después se convierte

CARACOLAS

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  A ntes de dormir, Ana se lava los dientes y hace pis. Busca en un cajón los muñecos que le van a hacer compañía en la noche. Elige los cuentos para leer, se pone un pijama y se mete debajo de las sábanas. Después de los cuentos, me toca cantar. La única canción de cuna que conozco de memoria es 11 y 6 de Fito. El gato se nos acurruca muy cerca y ronronea armoniosamente. Cuando termina el canto, apagamos la luz del velador. Antes de dormir me dice que debajo de la almohada colocó algunas caracolas (las que trajimos del mar el último verano) porque no tiene otra cosa que dejarle al hada de los dientes. Aunque todavía no se la ha caído ni uno solo, ya prepara el terreno. Antes de dormir, ella puso caracolas debajo de la almohada para escuchar el mar, me dice. Se le van unas lagrimitas de añoranza. Una por cada primito y primita que están lejos, unas por las tías que son muchas, unas para las abuelas. Yo digo que ya vamos a vernos con todos y todas. Que vamos a hacer una gran reunión

TAN HUM(ANA)

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L a cocina es el lugar más habitado de la casa. Es estratégico no sólo para las horas de comer sino por su ubicación geográfica. Cerca del baño, de los cuartos, del patio y del living. La cocina es el eje. Allí pensamos qué nos gustaría comer, qué música nos gustaría escuchar y qué juegos vamos a jugar antes o después de la cena o del desayuno. Allí se cocina todo.  Entre ollas humeantes y tostadas. E s el ágora de nuestro hogar. Dónde nos preguntamos y debatimos sobre la existencia de sirenas y unicornios o la popularidad del Ratón Pérez versus el Hada de los Dientes. Nunca faltan asuntos de mayor profundidad como la pertinencia de los pedos y los eructos en sociedad o las posibilidades de tener las más variadas profesiones e identidades. Ana se ha cambiado el nombre en esta cocina unas cuatro o cinco veces. Yo fui veterinario y princesa de Disney. Ella doctora, paseadora de perros, maestra, rockera, cumbiera y diseñadora de modas. ¿Está demás aclarar que yo quiero que Ana elija lo qu
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  (20.000 años atrás) E lla se despega de la manada. La cría duerme junto al fuego; la cueva es tibia, el mundo es nieve. Toma el carbón y describe el contorno de un bisonte. No corrige. No necesita repetir ni mejorar la silueta de la bestia. Ha probado su sangre después de la cacería, la ha mirado a los ojos, le ha acariciado el lomo mientras yacía en la pradera. Se moja las manos y acaricia un pigmento rojo. Rememora esa última respiración, inflando y desinflando la cavidad toráxica. Pasa la palma de sus manos sobre el relieve rocoso del techo. El hogar amanece con una nueva pintura entre llantos de recién nacidxs, fuegos extintos rodeados de piedras y cueros de distintos pelajes.   (Año 1875, Cantabria)   Marcelino ha decidido regresar a la cueva después de que un empleado suyo le diera la noticia. Modesto Cubillas, andaba de caza cuando uno de sus perros se atoró en las piedras persiguiendo una presa. Al intentar librarlo, descubrió la entrada a las cuevas con las pintura

YO NO BAILO

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  C on el paso del tiempo, se volvieron zurdos los dos. Pesadas y tímidas rocas de granito. Nunca pluma ni chispa. Como si fuera poco, adquirieron voluntad propia. Se tutean con cada baldosa boquiabierta de la vereda. Chocan d e madrugada  con la patita de madera bajo la esquina del somier. Mis pies, desde hace tiempo, no son míos. Son de alguien más que se los dejó olvidados donde terminan mis piernas. Yo no bailo, digo cuando me tironean para entrar a la pista. Yo no bailo, tengo los pies de otro, aclaro. Me explican los pasos de una danza como el Teorema de Tales. La chacarera describe un rombo sobre la tierra que se recorre avanzando y retrocediendo, dicen. Los bailarines y las bailarinas se encuentran en un vértice de la figura, mientras extienden sus brazos, ni mucho ni poco; sin aletear, acarician el aire nomás. En algún momento, giran. La bailarina debe zarandear su pollera, mientras el bailarín levanta polvareda zapateando. Unas notas alegres indican el inexorable punto de p

TRES DESEOS

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E l fin de semana nos subimos al auto y le dimos derechito hasta el río. El sol explotaba en un cielo sin nubes y el agua pegaba con fuerza contra la orilla sucia. Unos hombres remontaban barriletes que tenían forma de tigres, gallos y serpientes. Recorrimos el lugar buscando los juegos, trepando montículos de tierra bien asentada. Te despegabas de mí a la carrera, pero apenas pasaban unos segundos, me llamabas. Que descubriste un bicho raro, que esta ramita la llevamos de recuerdo, que te guardaste piedritas en los bolsillos del vestido. Alejada de todo, había una estructura de madera emplazada sobre una zona levemente pronunciada del terreno. Una especie de mirador y de laberinto a la vez donde los niños y niñas jugaban a subir y bajar, emboscándose en una cacería risueña. Subimos hasta lo más alto y miramos el río de nuevo. Pensamos dónde terminaría y qué habría después. Un cuero curtido y fino era el río. Hacía calor y el viento se entretenía con tus rulos, con los tigres, los

UNA PATRIA AMABLE

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  C uando los mosquitos decidieron atacarnos en masa, supimos que ya era tiempo de pegar la vuelta y dejar el parque. Pasamos por la canchita del Poli, donde una veintena de jóvenes disputaban un picado. Como dijo un botija del otro lado del río, había “tremendo solcito para jugar al fútbol”. Me pediste que frenara el cochecito porque querías quedarte a ver. Fuimos lxs únicos hinchas de esos dos equipos sin casaca, mimetizados para cualquier observador extraño. Entre la muchachada distinguí algunos ex alumnos que la “escolaseaban”, jugando en la defensa y por los laterales, haciendo los mismos firuletes que les veía en el patio de la escuela. Ahora son casi tipos salvo porque están jugando sin tiempo, sin más referís que las sombras de los árboles, sin más sponsor que el sudor pegado al cuerpo. Me miraste. Hacía un rato que estabas seria y callada siguiendo los movimientos caóticos del partido. -¿Por qué se hablan así?- preguntaste. -¿“Así”, cómo? -Mal. Se gritan. Y es cierto. Se cagab